El cronograma académico es algo difícil de respetar cuando se tienen tantas incertidumbres y uno no se siente del todo bien con uno mismo. Algo más difícil es sentirse a gusto durante la hora cátedra de francés, en donde todo puede tornarse perturbador y arruinarte -o mejor dicho, acabar con lo poco que queda- la armonía. La voz de la profesora es tan estridente que siento como entra en mis oídos y hace daño dentro de mi cabeza, no es una buena experiencia. El pizarrón me llama a tomar anotaciones en las que encuentro símbolos –que seguramente son letras en aquel dialecto- y no logra incitarme a rescribirlas a mi cuaderno. Realmente tengo ganas de irme. El día, afuera, está hermoso, podía haberlo comprobado un momento antes.
Mientras comenzaba a preocuparme a causa del maldito reloj, que estaba absolutamente estancado por la falta de dinámica de la clase unido a mis ganas de irme, encontré algo, que a decir verdad, había tenido siempre a mi lado: una ventana. Enorme, y con una vista con la que podía ser un testigo perfecto de la hermosa tarde que se ofrecía afuera. Olvidé por un momento el inconveniente de la hora que no pasaba y centré mi vista en un altísimo árbol justo en el medio de la ventana salvadora. Creo que nunca antes en la vida podría haber sentido a un árbol como un ser vivo de la manera en que lo estaba haciendo. Era tan alto, sus hojas eran incontables y tan verdes que me estremecía la cantidad de clorofila que podría estar fluyendo por ellas. Las ramas, eran como brazos, muchos brazos, que se movían para arriba, para abajo y para los costados. Me encontré a dos nuevos camaradas de los cuales podía ver a uno, y del otro, simplemente apreciar su labor. El cielo, que era perfectamente celeste: no había dejado ni una sola pequeña nube volar en sus extensiones e innovaba con un bellísimo contraste entre el verde de las ramas y su encendido celeste. Había alguien más que aunque no podía verle físicamente, podía sentir, cuando soplaba unas estratégicas ráfagas que movían por completo el follaje del árbol de tal forma que parecía que éste bailaba al compás de algún ritmo movedizo y sensual. Verdaderamente ya no estaba tan pero tan incómodo en aquel pupitre como sí lo estaba hacía unos instantes, aquel árbol estaba haciéndome sentir bien, al menos eso entendía.
Hora de irse a casa, no sé cómo el reloj aceleró tanto que había dejado evaporarse cuarenta minutos. No hacía falta ser un genio para saber que había estado cuarenta minutos observando un árbol por una ventana. No fue algo estúpido, me había encantado; ya no me sentía para nada mal. A veces uno no termina de ver lo que lo rodea como realmente debe hacerlo. Era algo que tenía que cambiar rápidamente.
lunes, 14 de septiembre de 2009
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